martes, 7 de febrero de 2012

Vestido de amarillo

No voy a hablar del TAS. No voy a hablar de clembuterol. No voy a hablar de 50 picogramos por mililitro. Voy a hablar de Alberto Contador.

Casi no seguía el ciclismo cuando le vi escalando el Anglirú en aquel lejano 2008. Me quedé prendado de él viéndole pegar hachazos en aquel bonito pico asturiano. Por fin me el deporte de las dos ruedas consiguió engancharme tras presenciar aquella exhibición.

En 2009 vi como Bruyneel jugaba a ser Ron Dennis y decidía no apostar por el mejor corredor del mundo. No importó lo que el jefe del equipo Astana tuviera pensado para su equipo. Me recuerdo con la boca abierta después de que Alberto ganara la última contrarreloj por delante de Cancellara. Una vez más de amarillo, una vez más superándose a sí mismo.

Disfruté como un enano viendo los duelos que mantuvo con Andy Schleck. Viví con una tensión tremenda la escalda entre la niebla en el Tourmalet. Una gran rivalidad que terminó con Alberto Contador, siempre Alberto, vestido de amarillo en los campos Elíseos.

Estaba en la facultad en una tarde de finales de Septiembre cuando me enteré de aquel positivo. Fue un día muy triste, terrible golpe de realidad. El ciclismo en los últimos años se ha convertido en un deporte en el que la desilusión y la caída de falsos mitos están a la orden del día.

La polémica que envolvía el caso creció y se fue rodeando de elementos cada vez más esperpénticos, polígrafo mediante. Mientras políticos y demás personalidades se unián al debate (nunca imaginé que este país podría contar con tantos expertos en dopaje) Alberto Contador volvió a subirse a una bicicleta. Cuando más revuelto estaba el río demostró que no tenía rival en el giro más duro que se recuerda. Las sospechas de dopaje no dejaron de perseguirle, así debía ser.

Meses después llegó el Tour, la carrera que le había dado un nombre. Sufrió varias caídas y se resintió del cansancio del giro, pero estuvo ahí, luchando por subirse a lo más alto del podium casi hasta el final. El Galibier venció a Contador, le quitó las opciones de victoria mientras yo confirmaba desanimado que esa vez no podría verle en París de amarillo. Pero Contador dejó lo mejor para el final, cuando lanzó un ataque suicida a 92 kilómetros de meta intentando escaparse en la etapa que finalizaba en el mítico Alpe d’Huez. Allí estaba Contador, tratando de llegar al final, después de tantas cosas, de un año lleno de rabia y momentos de sufrimiento. Y allí estaba yo, viendo a mi tocayo en su último vals. Aquello me llenó de una emoción que nunca olvidaré, locura romántica de un Contador que intentó terminar con dignidad el Tour de Francia 2011. No pudo ganar la etapa, finalmente fue tercero y apenas recortó segundos con los líderes de la general. Pero al bajarse de la bicicleta exhausto, Alberto Contador declaró que los últimos kilómetros de la etapa los superó pensando en su gente de Pinto, en como estarían apoyándole desde allí. Para él todo el esfuerzo había merecido la pena, todo el año lleno de polémica lo soportó pensando en la gente que le quería y que le apoyaba. En aquel momento, después de aquella misma etapa, sólo pude sonreír. Estaba seguro de que Alberto volvería al Tour para ganarlo. Sabía mejor que nunca que Alberto Contador era el mejor ciclista del mundo.


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